A pesar de que existen sólidos argumentos para catalogar la actual intervención rusa en Crimea como un uso ilegítimo de la fuerza y un acto de agresión, resulta pertinente analizar si el derecho internacional provee bases que justifiquen tal intervención. A la fecha, el gobierno ruso se ha jugado dos cartas para tratar de justificar la presencia de sus comandos armados en Crimea sin el consentimiento del gobierno interino de Ucrania.
El primer argumento es que se trata de un acto de legítima defensa en favor de la etnia rusa que habita la península, presuntamente en situación de peligro tras los eventos que desencadenaron el cambio de gobierno. Aunque la legítima defensa es admitida en el ámbito de las Naciones Unidas de acuerdo con el artículo 51 de la Carta, así como por el derecho consuetudinario, es dudoso que esta pueda justificar la intervención rusa en Crimea. En efecto, la legítima defensa implica una agresión previa y, a la fecha, no hay evidencia de que los efectivos rusos en Crimea (en virtud del Acuerdo de 1997 o Black Sea Fleet Agreement) o la población rusa que habita la península, hayan sido objeto de agresión que justifique la reacción del gobierno ruso. Además, la legítima defensa funciona como último recurso y, al menos teóricamente, Rusia cuenta, entre otros mecanismos diplomáticos, con la alternativa de celebrar acuerdos con el gobierno interino para garantizar la seguridad de su flota en el mar negro así como de la población de origen ruso. De igual manera, la invasión rusa tampoco clasificaría como una intervención humanitaria, ya que dicha intervención procede en casos en los que la única motivación consiste en dar por terminada una situación de serio abuso a los derechos humanos, o para facilitar ayuda humanitaria, como el suministro de medicinas o alimentación, en situaciones de comprobada emergencia, lo que no ocurre en Crimea. Además, la legalidad de este tipo de internvenciones humanitarias, como la ocurrida en 1999 cuando la OTAN intervino en la guerra de Kosovo, no es del todo compatible con el derecho internacional (ver aquí)
El segundo argumento es la denominada intervención por invitación. En efecto, Rusia se niega a reconocer la legitimidad del gobierno interino ucraniano, afirmando que lo que lo sucedido el 22 de febrero de 2014 fue un golpe de Estado, ya que aunque la votación para destituir a Yanukovich fue de 328 votos a cero, la Constitución requería una mayoría calificada de tres cuartos de los miembros del parlamento. Así, como el parlamento ucraniano cuenta con 449 escaños, la mayoría requerida para remover a Yanukovich era de 337 votos. En consecuencia, para Rusia, Yanukovich aún representa al legítimo gobierno de Ucrania en situación de exilio. Así, dado que únicamente los gobiernos legítimos tienen la potestad de obligar a su Estado, proteger a sus nacionales, representar a su Estado ante foros internacionales y, sobre todo, brindar consentimiento para la intervención armada (pro–democrática o humanitaria) en el Estado (contra el gobierno de facto), Rusia alega que la intervención en Crimea es el resultado de la invitación del legítimo gobierno de Ucrania, en cabeza de Yanukovich, para hacer frente a una situación de ruptura constitucional.
Aunque existen antecedentes de intervención por invitación, como la de ECOWAS en Sierra Leona, la clave reside en determinar cuando un gobierno es legítimo, incluso en el exilio, y hasta qué punto este gobierno puede autorizar una intervención armada en contra del (ilegítimo) gobierno de facto. La legitimidad de un gobierno es más una cuestión de hecho que de derecho, ya que incluso en casos de ruptura constitucional, si el gobierno de facto logra mantener un control eficaz del territorio y su causa cuenta con el apoyo o la simpatía de un sector influyente de la comunidad internacional, aquel irá ganando reconocimiento y, con el tiempo, obtendrá la legitimidad en razón del principio de efectividad. Sin embargo, para Stefan Talmon, ciertos factores determinan el que un gobierno en el exilio sea considerado legítimo, entre los que se encuentran su carácter representativo, que sea independiente y que, a su turno, el gobierno de facto sea ilegítimo bien por la manera como advino al poder o porque con su actuar viola los derechos humanos de la población.
La aplicación de estos factores al caso ucraniano no conduce a determinar con certeza que Yanukovich aún sea el presidente legítimo de Ucrania. En primer lugar, la dimensión de las protestas sociales que antecedieron a su destitución hace difícil pensar que Yanukovich cuenta con el apoyo predominante de los ucranianos (salvo, claro está, entre los sectores pro-rusos). Además, la forma como gobernó hace difícil aseverar su independencia frente al gobierno ruso. Por otro lado, el que la decisión del parlamento no haya contado con la mayoría requerida por la Constitución sería un argumento en favor del gobierno depuesto. Sin embargo, en este punto debemos considerar más el hecho político que el aspecto legal. En efecto, como estaban las cosas en Ucrania, el gobierno de Yanukovich tenía sus días contados por falta de gobernabilidad. Por lo demás, tampoco existe evidencia de violación de derechos humanos por parte del gobierno interino. Otra cuestión, sin embargo, es si el gobierno interino le permitirá a la minoría rusa ejercer su derecho a la libre autodeterminación. Pero, incluso en caso contrario, antes de la intervención armada por parte de un gobierno extranjero, el derecho internacional prefiere que la minoría étnica trate de ejercer el derecho a la autodeterminación internamente o, en su defecto (en casos extremos) que busque la secesión como último remedio. Sin embargo, este último asunto es aún más polémico y amerita ser tratado aparte.
© Rafael Tamayo, 2014.