La ausencia de una gobernanza fuerte de la altamar como causa del deterioro de los océanos

La humanidad necesita océanos saludables para su subsistencia. Ante el creciente deterioro del medio marino, la Comisión Océano Global presentó, el pasado 24 de junio, un informe que evidencia la precaria condición en que se encuentran los ecosistemas marinos a causa de factores tales como el cambio climático, la polución o la sobrepesca. El informe también contiene un plan de acción para la recuperación de los océanos, el cual consta de ocho propuestas entre las que sobresale la necesidad de fortalecer el marco regulatorio internacional para la protección de la altamar.

El informe pone de relieve que la falta de una gobernanza fuerte de la altamar es uno de los factores que más ha contribuido al deterioro de los océanos. Y es que aunque la Convención de las Naciones Unidas sobre el Derecho del Mar (CONVEMAR) impone a los Estados la obligación general de proteger y preservar el medio marino, carece en la práctica de compromisos específicos y, en cambio, confía la protección de los mares a la sola voluntad de los Estados ribereños, confiando en la capacidad de estos para determinar voluntariamente las prioridades en materia de conservación y fijar sus propias políticas para la explotación sostenible de los recursos marinos.

La CONVEMAR establece, entre otras disposiciones, que cada Estado parte debe tomar todas las medidas necesarias, incluyendo el acto de promulgar leyes y reglamentos, con el fin de prevenir, reducir y controlarla contaminación del medio marino, sea esta originada por fuentes terrestres, producto de vertimientos, de origen atmosférico o causada por los buques que enarbolen su pabellón. Igualmente, los Estados deben velar por la observancia de las leyes y reglamentos que hayan dictado en materia de conservación, así como abstenerse de utilizar tecnologías que supongan el deterioro del mar o de permitir la introducción de especies extrañas o nuevas que alteren los distintos ecosistemas marinos.

Este régimen de protección resulta, sin embargo, insuficiente. Primero, porque su alcance está sujeto a la jurisdicción nacional de cada Estado que, a su vez, es determinada por los derechos que el respectivo Estado ribereño goza sobre las áreas marítimas adyacentes a sus costas. Esto deja por fuera del ámbito de protección a la altamar, que por su propia naturaleza está abierta a todos los Estados y, por ende, no se encuentra sujeta al poder soberano de ningún país. Segundo, porque no contempla incentivos para que los Estados adopten una legislación fuerte en materia de protección, lo cual a su vez conduce a una especie de race to the bottom entre algunos países con el fin de mantener bajos estándares de protección y, de esta forma, convertirse en un pabellón atractivo para un alto número de naves. Y, en tercer lugar, porque la CONVEMAR divide los océanos en áreas marítimas y establece el régimen jurídico aplicable a cada una de ellas, pero este proceso no tiene en cuenta el orden natural de los ecosistemas marinos, ignorando así aspectos relevantes como la migración de algunas especies o la inconveniencia de dejar en manos de un gobierno la administración de los stocks pesqueros en su Zona Económica Exclusiva, cuya sobreexplotación o manejo irresponsable resulta capaz de aniquilar el ecosistema.

Es por todo lo anterior que el segundo punto del plan de recuperación de los océanos, propuesto por la Comisión Océano Mundial, busca reforzar la implementación de las disposiciones sobre protección medioambiental de la CONVEMAR a través de un nuevo acuerdo sobre conservación y uso sostenible de la diversidad marina que sea independiente de las legislaciones nacionales. La idea, en consecuencia, es fijar compromisos específicos en cabeza de los Estados parte de la Convención, armonizándolos en la forma de compromisos internacionales, de tal manera que su cumplimiento o ejecución no conlleve la necesidad de navegar por las intricadas aguas de la legislación interna de cada país.

© Rafael Tamayo, 2014.

El derecho de acceso al mar de los Estados sin litoral

La altamar comprende toda el área marítima localizada más allá de la zona económica exclusiva, es decir, que excede una distancia de 200 millas náuticas contadas a partir de la costa. De acuerdo con la Convención de Naciones Unidas sobre Derecho del Mar (CONVEMAR), la alta mar está abierta a todos los Estados, sean ribereños o sin litoral y, por ello, ningún país puede ejercer soberanía sobre parte alguna del alta mar. Al contrario, cualquiera tiene permitido la libertad de navegación y sobrevuelo, la posibilidad de tender cables submarinos, construir islas artificiales, la libertad de pesca y la posibilidad de llevar a cabo investigaciones científicas.

En consecuencia, como todos los Estados tienen la potestad de utilizar la altamar para fines pacíficos, resulta pertinente analizar cómo se les garantiza este derecho a los Estados sin litoral, es decir, los que, como Paraguay o Bolivia, carecen de costas marítimas y, por ende, dependen de otros países para acceder al mar. La CONVEMAR confiere a estos Estados la libertad de tránsito a través del territorio de los países vecinos para que puedan tener acceso al mar y a los recursos marinos, independientemente del modo de transporte. También les otorga ciertas facilidades aduaneras y la libertad de navegación para los buques que enarbolan sus pabellones, así como la igualdad de trato en cualquier puerto marítimo.

Estados sin litoral en el mundo. Fuente: Wikipedia

Para hacer efectivo el derecho a la libertad de tránsito, la CONVEMAR dispone que los Estados sin litoral deben celebrar acuerdos de carácter bilateral, regional o subregional con los Estados vecinos cuyo territorio se interpone entre ellos y el mar. No obstante, de la celebración de estos acuerdos no surge el derecho al libre tránsito, ya que su existencia no está supeditada a acuerdo alguno. En consecuencia, el objeto de estos acuerdos se circunscribe a establecer los términos, condiciones y modalidades para el ejercicio de la libertad de tránsito. Sin embargo, con el fin de lograr un balance entre el derecho de acceso al mar y la soberanía de los Estados de tránsito, la CONVEMAR le confiere a estos últimos el derecho a tomar todas las medidas necesarias para asegurar que, de las prerrogativas concedidas a los Estados sin litoral, no se desprendan situaciones que puedan poner en riesgo o lesionar sus “intereses legítimos”.

El problema para los Estados sin litoral, es que la CONVEMAR no define qué se entiende por “intereses legítimos”, lo cual afecta la materialización del derecho al libre tránsito, ya que los Estados de tránsito, con el pretexto de proteger sus “intereses legítimos”, pueden negarse a la celebración de acuerdos y, de esa forma, dejar en entredicho los derechos y libertades conferidos a los países sin litoral. Además, ¿qué pasa si el Estado sin litoral o los Estados de tránsito que le rodean no son signatarios de la CONVEMAR?

Al respecto, una solución sería argüir que el acceso al mar de los Estados sin litoral es una práctica que se ha consolidado como costumbre internacional y, por lo tanto, obliga a los Estados de tránsito independientemente de que sean o no signatarios de la CONVAMAR. Otra opción es apelar a los principios generales del derecho internacional, particularmente, los principios de buena fe y de buena vecindad, para que el acceso al mar de los países sin litoral no quede en entredicho como resultado de la interpretación extensiva de la expresión “intereses legítimos” por parte de los Estados de tránsito.

Actualmente hay una controversia ante la Corte Internacional de Justicia (CIJ) entre Bolivia y Chile, con respecto al acceso boliviano al Océano Pacífico. De acuerdo con los argumentos de Bolivia, a) Chile tiene la obligación de negociar de buena fe y de manera efectiva el acceso al mar; b) Chile ha incumplido dicha obligación; y c) La CIJ debe ordenar a Chile realizar la mencionada obligación, sin demora. Sin embargo, a pesar que tanto Bolivia como Chile han ratificado la CONVEMAR, las pretensiones bolivianas no se fundamentan en las disposiciones de ese tratado que versan sobre los Estados sin litoral, sino en el supuesto hecho que Chile se ha comprometido, mediante acuerdos, la práctica diplomática y una serie de declaraciones atribuibles a su representantes del más alto nivel, a negociar una salida al mar para Bolivia. Quizá esto obedezca a que las pretensiones bolivianas parecieran no limitarse a lograr un acceso al mar de manera pura y simple, sino a obtener un “acceso plenamente soberano al Océano Pacífico”, lo cual pareciera implicar más que una simple libertad de tránsito. Lo cierto es que la causa boliviana, basada en la teoría de los actos unilaterales, parece débil desde el punto de vista del derecho internacional y, por lo tanto, podría reforzarse con fundamento en las disposiciones de la CONVEMAR y la manera en que estas podrían reflejar la costumbre internacional.

En suma, los países sin litoral se encuentran en una situación geográfica desventajosa y, por lo tanto, es importante que mediante el derecho internacional se trate de remediar tal condición. Sin embargo, aún en el contexto de la CONVEMAR, el derecho al libre tránsito parece contingente a la voluntad de los países de tránsito, quienes con el pretexto de salvaguardar “intereses legítimos», cuentan en la práctica con una amplia discrecionalidad para influir en qué términos, condiciones y modalidades facilitarán el acceso al mar de sus vecinos sin litoral. Por lo tanto, aún cuando el acceso al mar se haya cristalizado en costumbre internacional, pareciera no ser un derecho autónomo sino dependiente de la forma en que se negocian los acuerdos bilaterales, regionales y subregionales que le dan operatividad.

© Rafael Tamayo, 2014.

El acceso a áreas marítimas como estrategia de política exterior

Recientemente un diario estadounidense publicó un análisis sobre cómo, tras la anexión de Crimea, el gobierno ruso tiene pretensiones sobre los recursos naturales, tales como petróleo y gas, que yacen en el fondo del Mar Negro, con fundamento en las potestades que el derecho internacional confiere a los Estados sobre las aguas que se proyectan a partir de sus costas. De la misma manera, las autoridades escocesas han comenzado a planear cómo gestionarán los recursos provenientes de la explotación de petróleo en la porción del Mar del Norte que le correspondería a Escocia en caso de obtener la independencia del Reino Unido en el referéndum que se llevará a cabo en septiembre. Y la controversia que subsiste entre China y varios países del Sureste Asiático, en torno a la soberanía sobre el mar de la China Meridional, en buena medida guarda relación con la posibilidad de hacerse con el control de la vasta reserva de recursos submarinos existentes en el área en disputa, así como con los derechos de pesca.

La península de Crimea es el orígen de derechos marítimos sobre el Mar Negro. Fuente: abcdelasemana.com

Estos casos muestran cómo la política exterior de un país puede tener como propósito obtener o consolidar el acceso a recursos marítimos. Ello es posible gracias a que la Convención de las Naciones Unidas sobre Derecho del Mar (CONVEMAR) y la costumbre internacional, determinan qué derechos pueden ejercer los Estados sobre las áreas marítimas adyacentes a sus costas.

En efecto, una de las principales características de la CONVEMAR es que aborda el tema del alcance de los derechos soberanos sobre los océanos y fondos marinos. Para tal efecto, divide los océanos en áreas marítimas (Mar Territorial, Zona Económica Exclusiva, Plataforma Continental y Alta Mar), establece los límites de cada una, es decir, donde comienzan y terminan, y les asigna un régimen en particular para regular los derechos y obligaciones del Estado ribereño, así como lo que otros Estados pueden o no deben hacer dentro de cada área. Como resultado, este enfoque permite determinar a quién le corresponde la soberanía sobre cada área marítima y en qué grado.

Por ejemplo, con respecto a la Zona Económica Exclusiva (ZEE), la CONVEMAR establece que se extiende hasta 200 millas náuticas contadas desde la costa. Así mismo, dispone que el Estado ribereño tiene el derecho a explorar y explotar los recursos naturales, vivos e inanimados, que se encuentren en las columnas de agua o que yazcan en los fondos marinos, como los corales de aguas profundas o los minerales del subsuelo marino, incluidos los combustibles fósiles. Dentro de la ZEE el Estado ribereño también puede crear islas artificiales, realizar labores de investigación científica y expedir leyes para proteger el medio ambiente y regular la pesca. Lo anterior, sin embargo, no equivale al ejercicio de la soberanía en términos absolutos. Por el contrario, se trata de una potestad sui generis, que faculta al Estado ribereño a disponer de los recursos naturales de la ZEE pero, a la vez, concede otro tipo de potestades al resto de Estados, como la libertad de navegación o sobrevuelo y la posibilidad de extender redes o cables submarinos.

Explotación petrolera en el Mar del Norte. Fuente: The Guardian

A diferencia de la ZEE, que constituye un concepto de creación legal, la Plataforma Continental es un fenómeno de la naturaleza, consistente en la prolongación submarina del territorio continental. Por lo tanto, cualquier Estado ribereño tiene, ipso facto y ab initio, derecho a una Plataforma Continental cuya extensión, por regla general, coincide con las 200 millas náuticas de la ZEE.

Sin embargo, hay países cuya Plataforma Continental se prolonga naturalmente más allá de estas 200 millas. En tales casos, el Estado ribereño tiene derecho a que la longitud de su Plataforma Continental se extienda hasta 350 millas náuticas contadas desde la Costa, o a 100 millas adicionales contadas desde el punto en que el mar alcanza una profundidad de 2.500 metros. Para tal efecto, el Estado interesado debe suministrar información técnica que acredite la existencia de la Plataforma Continental Extendida ante un órgano especial creado por la CONVEMAR, denominado Comisión de Límites de la Plataforma Continental.

Los países tienen derecho a explorar y explotar los recursos naturales que yacen en el subsuelo marino correspondiente a su Plataforma Continental, así como los organismos vivos que subsisten en el propio lecho marino. Sin embargo, las aguas por encima de una Plataforma Continental extendida más allá de las 200 millas de la ZEE, son parte de la alta mar y, por lo tanto, se encuentran abiertas para todos los Estados.

Los derechos sobre la Plataforma Continental y la ZEE se basan en el principio de que la tierra domina el mar. Esto denota que es del territorio costero o insular de donde provienen las atribuciones de un Estado sobre las áreas marinas adyacentes a él. Sin embargo, las formaciones marítimas que son solo rocas sin vida económica propia o no aptas para el mantenimiento de la vida humana, carecen de ZEE o de Plataforma Continental según la CONVEMAR, pero en cambio sí confieren el derecho a un mar territorial. Por ejemplo, en el caso Nicaragua c. Colombia, la Corte Internacional de Justicia le atribuyó a Quitasueño un mar territorial de 12 millas náuticas, no obstante tratarse de un banco de formaciones marítimas de bajamar que apenas logra sobresalir de la superficie. De ahí que los gobiernos de China y Japón mantengan una controversia sobre las islas Senkaku/Diaoyu, un archipiélago de formaciones marítimas deshabitadas, no aptas para la vida humana, pero que pueden conferirle a quien sea su titular ciertos derechos soberanos a título de mar territorial.

Foto aérea de una de las islas Senkaku/Diaoyu. Fuente: Political Geographic Now.

Foto aérea de una de las islas Senkaku/Diaoyu. Fuente: Political Geographic Now.

En suma, para cualquier país resulta de vital importancia desarrollar una estrategia de política exterior que le permita acceder a las áreas marítimas adyacentes a sus costas y, de esa forma, tener un título legal que le confiera el derecho de explorar y explotar los recursos naturales allí existentes.

© Rafael Tamayo, 2014.

La disputa sobre el mar del Sur de China

Existe una aguda disputa entre los gobiernos de China, Filipinas, Vietnam, Taiwán y Malasia, sobre a cuál de ellos corresponde el ejercicio de la soberanía sobre una vasta zona marítima, rica en recursos naturales, localizada en el mar de la China Meridional. A causa de los recientes roces entre las autoridades chinas y los pescadores de otras nacionalidades que frecuentan las aguas en disputa, así como a las críticas expresadas por los Estados Unidos, respecto a que las pretensiones chinas se basan en argumentos contrarios al derecho del mar, la tensión se extiende por el Sureste de Asia. ¿En qué consiste, bajo la perspectiva del derecho internacional, esta controversia?

Todo surge del uso, por parte del gobierno chino, de la denominada “nine-dash line”. Esta expresión denota un método de demarcación promovido por las autoridades de ese país a partir de 1947 y, con base en el cual, China considera como aguas territoriales las comprendidas en una línea de nueve segmentos en forma de «U», que prácticamente abarca todo el mar de la China meridional, según se desprende del siguiente mapa:

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Fuente: BBC

Para justificar el uso de la “nine-dash line”, China se fundamenta en motivos históricos, alegando que dicho método de demarcación le confiere soberanía, así como derechos históricos de pesca, navegación y la potestad para explorar y explotar los recursos minerales que yacen en la zona marítima delimitada por la línea. El problema es que China no logra acreditar el origen de los auto-atribuidos “derechos históricos”. Por el contrario, la “nine-dash line” resulta manifiestamente contraria a las disposiciones sobre delimitación de áreas marítimas contenidas en la Convención de Naciones Unidas sobre Derecho del Mar de 1982 (CONVEMAR), ratificada por China.

¿De dónde proceden, de acuerdo la CONVEMAR, los derechos que un Estado puede reclamar sobre el mar adyacente a sus costas? Al respecto, existe una máxima, que refleja la costumbre internacional, según la cual “la tierra domina el mar”. Esto significa que el territorio es la fuente de cualquier derecho que un Estado puede reclamar sobre determinadas zonas marítimas. Expresado de otra manera, a falta de territorio, no existe el derecho a una zona económica exclusiva, una plataforma continental o a cualquier otro tipo de proyección marítima. Así lo ha reconocido la Corte Internacional de Justicia en casos como  Rumania c. Ucrania y Túnez c. Jamahiriya Árabe Libia.

En consecuencia, para establecer si las alegaciones de China son contrarias a la CONVEMAR, es necesario evaluar el alcance de los derechos marítimos generados por las islas Spratly, las Paracelso y el resto de atolones y demás formaciones marítimas localizadas dentro del perímetro en disputa. Pero, antes, se requiere determinar a qué país le corresponde ejercer la soberanía sobre estos territorios insulares. En consecuencia, la controversia sobre el mar del Sur de China está inexorablemente ligada a una cuestión de territorial.

© Rafael Tamayo, 2014.

La delgada línea que separa a Donetsk de Kosovo

Ucrania está ad portas de una guerra civil. Desde que la península de Crimea declarara su independencia y posterior anexión a Rusia el pasado mes de marzo, en otras ciudades al Este del país, donde la población es de origen mayoritariamente ruso, se han intensificado las protestas de quienes abogan por una mayor independencia de Kiev, bien bajo un sistema federal o siguiendo los pasos de Crimea, es decir, incorporándose a Rusia. Estos sucesos dejan en evidencia una campaña de desestabilización auspiciada desde Moscú, y son también el reflejo de que no existe una sola Ucrania bajo la perspetiva étnica.

El día de hoy, el presidente en funciones, Oleksandr Turchynov, anunció el inicio de una «operación antiterrorista« en contra de los separatistas pro rusos. Esta ofensiva militar busca restaurar la autoridad en lugares como Donetsk, en donde el pasado 7 de abril un conjunto de activistas pro rusos ocupó, mediante el uso de las armas, edificios gubernamentales proclamando la República Popular de Donetsk. Sin embargo, es probable que ya sea demasiado tarde para que el gobierno ucraniano evite que se le propine un nuevo golpe a la integridad territorial de su país, al menos no sin que una confrontación civil tenga lugar. El problema es que, precisamente, cualquier confrontación entre el gobierno y la población civil de origen ruso allanaría el camino para que la etnia rusa se aferre a sus pretensiones separatistas bajo el pretexto del derecho a la libre determinación de los pueblos.

En una entrada reciente a este blog, decíamos que el derecho internacional no reconoce un derecho a la secesión per se, pero que a la vez tampoco prohíbe las declaraciones unilaterales de independencia. La secesión es, por tanto, una cuestión de hecho, o mejor de efectividad, más que de derecho. Así mismo, respecto al derecho a la libre determinación de los pueblos, decíamos que este debe ser ejercido internamente en armonía con el principio de integridad territorial. Solo si esto último no fuera posible, podría aceptarse, por vía de excepción, una secesión unilateral a manera de último recurso, como atribución especial del grupo de personas a quienes se les niega el derecho de auto determinarse en el país que habitan.

En una famosa decisión concerniente a la independencia de Quebec, la Corte Suprema del Canadá analizó el tema de la secesión y su relación con la autodeterminación. Del razonamiento de esta Corte es posible concluir que el derecho internacional guarda deferencia por el principio de la integridad territorial. Por lo tanto, la secesión solo opera a título de excepción, en circunstancias como el dominio colonial o el sometimiento de un pueblo a una fuerza extranjera, o en situaciones en que un Estado impide que un pueblo o grupo étnico, sujeto a su soberanía, ejerza su derecho a la autodeterminación, en especial si para ello se utiliza la fuerza o la segregación.

El problema, en la práctica, radica en la dificultad de identificar las circunstancias en que un pueblo carece de alternativas a la secesión unilateral. En el caso de Kosovo, por ejemplo, parte de la comunidad internacional decidió apoyar la declaración unilateral de independencia de los albanokosovares, a pesar que Serbia se oponía de la misma forma en que hoy lo hace Ucrania. Quienes simpatizan con la causa independentista de Kosovo, aducen que más que una cuestión de legalidad, su independencia obedeció a un asunto de legitimidad. En efecto, hubiese sido moralmente inaceptable que los Albanokosovares continuaran bajo la soberanía del Estado serbio porque, una década atrás, las autoridades de ese país realizaron actos de limpieza étnica en su contra. Es por esto que, al hacer público su apoyo a la independencia de Kosovo, el gobierno de los Estados Unidos manifestó que se trataba de uncaso especialque no representaba un precedente de cara al futuro.

Actualmente el Presidente Putin defiende la legalidad de la independencia de Crimea, comparándola con la declaración unilateral de independencia de Kosovo, esto es, atribuyéndole el carácter de ejercicio legítimo del derecho a la autodeterminación. Por su parte, quienes aducen que la actual situación en Ucrania no es comparable con la de Kosovo, resaltan, entre otras diferencias, que el pueblo Albanokosovar fue víctima de un genocidio, factor que le atribuye a su causa separatista una apariencia de legitimidad de la que carecerían los activistas pro rusos.

En suma, el gobierno ucraniano debe conducir su contraofensiva de manera cautelosa. En particular, debe evitar que se engendre una confrontación armada con matices de disputa étnica. De lo contrario, es posible que la población de origen ruso alegue la existencia de una situación similar a la que en su momento experimentaron los albanokosovares y, de esta forma, su causa adquiera legitimidad al configurarse las condiciones para una secesión como último remedio. Por otro lado, si el gobierno ucraniano no actúa con celeridad, también es probable que las protestas pro rusas lleguen a un punto de no retorno que conduzca al desmembramiento del país. Por todo lo anterior, lo único cierto es que no se avizoran tiempos fáciles para Kiev.

© Rafael Tamayo, 2014.

La responsabilidad de Naciones Unidas por el brote de cólera en Haití

En el año 2010 un brote de cólera estalló en Haití. La epidemia, que causó la muerte de miles de personas, fue llevada por un regimiento de tropas nepalíes adscritas a la Misión de Estabilización de Naciones Unidas en Haití (conocida como MINUSTAH). Su propagación se debió a una serie de conductas negligentes presuntamente atribuibles a la organización, como no haber evaluado médicamente a sus efectivos, previo a su despliegue en Haití, así como la falta de condiciones de saneamiento adecuadas en los campamentos de la Misión. Como resultado, un grupo de 5.000 haitianos, en su mayoría familiares de fallecidos a causa de la enfermedad, con el apoyo de una ONG, han interpuesto una serie de demandas ante cortes de Nueva York, sede principal de las Naciones Unidas. Los reclamantes pretenden que la organización admita su responsabilidad por la propagación del cólera y, como consecuencia, les ofrezca una debida reparación. Esta controversia pone de relieve ciertas cuestiones sobre la responsabilidad de las Naciones Unidas (en adelante la ONU) como sujeto de derecho internacional.

El artículo 105 de la carta de San Francisco regula las inmunidades de la ONU y su personal. Establece que tanto la organización como sus funcionarios gozan, en territorio de sus Estados miembros, de privilegios e inmunidades necesarios para el cumplimiento de sus fines. Por su parte, la sección 2 de la “Convención sobre Privilegios e Inmunidades de las Naciones Unidas” (la Convención) estipula que los bienes y haberes de la ONU tienen inmunidad contra todo procedimiento judicial promovido ante instancias nacionales. La ONU alega que esta inmunidad es absoluta en lo que respecta a la organización y funcional en lo que concierne a sus oficiales.

La sección 29 de dicha Convención promueve el uso de métodos apropiados para resolver disputas de derecho privado por conductas que, siendo atribuibles a la ONU, entrañen responsabilidad civil frente a terceros. Del análisis de esta disposición se desprende que la ONU mantiene su inmunidad ante jurisdicciones nacionales, al tiempo que se compromete a ofrecer medios alternativos para la solución de controversias de carácter civil. Estos medios son la negociación, la conciliación, la mediación o el arbitraje. Así mismo, la ONU cuenta con mecanismos internos para la solución de cierto tipo de diferencias, como el Tribunal Administrativo, encargado de adjudicar controversias surgidas de los contratos que la organización celebra con sus funcionarios. La finalidad de todos estos mecanismos es garantizar que la inmunidad de la ONU y sus funcionarios sea efectiva, pero evitando que ello suponga impunidad.

Fuente: Institute for Justice & Democracy in Haiti

Fuente: Institute for Justice & Democracy in Haiti

Otro mecanismo para la solución de controversias por responsabilidad civil, son las comisiones permanentes de reclamaciones, creadas en el marco de los tratados internacionales que la ONU celebra para definir el estatus (es decir, los términos o condiciones) de la presencia de sus misiones para el mantenimiento de la paz en el territorio de sus Estados miembros. Estos tratados (conocidos como SOFA por sus siglas en inglés) incorporan un mecanismo para resolver quejas de terceros por lesiones personales, enfermedad o muerte derivadas o directamente atribuibles a las misiones de la ONU. Su propósito es asegurar que la inmunidad en materia civil y penal, ante tribunales domésticos, no menoscabe el derecho de terceros afectados a ser reparados por los daños imputables a una misión para el mantenimiento de la paz, excepto aquellos que resulten de las acciones realizadas en cumplimiento del mandato o en desarrollo de las operaciones asignadas a la correspondiente misión de paz.

En el caso de Haití, la ONU incumplió el compromiso de instaurar esta comisión permanente de reclamaciones, a pesar que su creación había sido estipulada en el artículo 55 del SOFA para el establecimiento de la MINUSTAH. Esto, sumado a la falta de un arreglo directo entre las partes, hizo que los reclamantes iniciarían acciones legales ante la jurisdicción de los Estados Unidos, alegando que la ONU renunció a sus privilegios al celebrar el SOFA y comprometerse a crear una comisión permanente de reclamaciones. Por su parte, la ONU se aferra a su inmunidad, aduciendo no haber renunciado expresamente a sus prerrogativas. Lo anterior refleja un claro conflicto entre los privilegios e inmunidades de la ONU y el derecho fundamental a acceder a la administración de justicia, desarrollado por el artículo 8 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos. Por lo tanto, el éxito de las demandas dependerá de hasta qué punto las cortes competentes estimen que las prerrogativas de la ONU son absolutas o si, por el contrario, su alcance debe ser limitado para que no se materialice un acto de denegación de justicia.

Aparte de acciones propias al derecho privado, ¿disponen los reclamantes de otra vía para su reclamación? Los Draft Articles sobre responsabilidad de las organizaciones internacionales, elaborados por la Comisión de Derecho Internacional, serían, en principio, una alternativa. En efecto, la negligencia con que aparentemente actuó la ONU supone una violación de sus compromisos contenidos en el SOFA para el establecimiento de la MINUSTAH. Sin embargo, los Draft Articles son aplicables a controversias entre organizaciones internacionales o entre estas y los Estados. Dado que el gobierno de Haití se ha mantenido al margen, la reclamación se reduce a la actuación de un grupo de particulares quienes como regla general carecen de ius standi en el ámbito del derecho internacional, salvo en áreas específicas como la protección a la inversión.

Por todo lo anterior existe un alto riesgo, desde el punto de vista del derecho, que el daño causado a las víctimas por el brote de cólera quede sin reparación, a no ser que la ONU  acepte voluntariamente su responsabilidad en los hechos.

© Rafael Tamayo, 2014.

Customary International Law

Customary international law (CIL) is perhaps the main source of international law. It is defined in article 38 of the Statute of the International Court of Justice as “evidence of general practice accepted as law”. Two elements stem out of this definition: a widespread practice among states (State Practice); and a sense of legal obligation that prompts states to accept the practice as law (Opinio Juris). However, the exact characterization of each of these elements remain uncertain. Hence, the ongoing debate over what are the criteria for CIL.

Which factors indicate State Practice? Scholars recognize a non-exhaustive list of evidence, including treaties, governmental statements, decisions by domestic courts and the enactment of national legislation. But, how many states need to be engaged into the relevant practice and for how long? In respect to these enquiries, there are not absolute criteria, so their analysis has to be conducted on case-by-case basis. For instance, in the Right of Passage Over Indian Territory, the International Court of Justice (ICJ) admitted the existence of a local custom amid the parties in the dispute, despite India´s objection that no custom could be established between only two states. Conversely, in the Asylum Case, the ICJ was reluctant to recognize the existence of a regional custom, by imposing a high threshold for determining the existence of a practice, peculiar to Latin-American countries, about the right to qualify political offenses for the purpose of conceding an asylum.

In relation to Opinion Juris, the ICJ stated in the North Sea Continental Shelf cases, that “[t]he states concerned must therefore feel that they are conforming to what amounts to a legal obligation.” The problem, however, is how to demonstrate what a state believe when it decides to embrace a specific action. Moreover, the classic formulation of Opinio Juris entails a circular argument: CIL certainly requires Opinio Juris, understood as a sense of legal obligation. But if a state believes that some conduct is legally binding, it is only because such conduct already entailed a legal obligation. Then, why would we need the Opinio Juris in the first place?

The above-mentioned issues affect the analysis of CIL and its formation process. Professor Andrew Guzman came up with an alternative-rational approach, in order to explain CIL. According to him, if a state is aware that, by acting contrary to the expectations of other States with which it interacts, it will face reputational sanctions and reprisals, then that state will have incentives to behave the opposite way, i.e., the conduct expected by those other states. Consequently, the Opinio Juris is not about what a state considers is (customary) law; rather, the believe of other states is what counts for determining whether a specific conduct entails a violation of a rule of CIL. Hence, only to the extent that other states within the international community consider there is a legal obligation, a potential violator faces a rule of CIL. Furthermore, within this alternative approach, the importance of State Practice is limited at serving as indicator of the perception of states about the existence of a legal obligation (i.e., the Opinio Juris).

© Rafael Tamayo, 2014.

Soberanía vs. autodeterminación: el problema de la secesión de Crimea

Hoy, 16 de marzo, se lleva a cabo un referéndum en Crimea en el que se les pregunta a los habitantes de la península (en su mayoría de origen étnico ruso) si desean que Crimea se declare independiente de Ucrania para luego ser anexada por Rusia. Este referéndum plantea un conflicto entre dos principios fundamentales del derecho internacional: de un lado, el derecho de los Estados a mantener la integridad de sus territorios y a ejercer la soberanía sobre estos y, del otro, el derecho de los pueblos a la libre determinación. En el evento que la votación mayoritaria sea por la declaratoria de independencia (¡no parece haber otra opción!) ¿hasta qué punto el derecho internacional les permite a los habitantes de Crimea declararse unilateralmente independientes de Ucrania (secesión) bajo el pretexto de asegurar su derecho a la autodeterminación?

Al respecto, lo primero es enfatizar que, según lo reconoció la Corte Internacional de Justicia en su opinión consultiva en el caso de Kosovo, el derecho internacional es neutro frente al tema de la secesión, lo cual significa que no existe un derecho inherente que faculte a los habitantes de Crimea a declararse independientes de Ucrania, pero tampoco existe una norma expresa (de derecho internacional) que se los prohíba. En consecuencia, bajo el derecho internacional, la secesión no es en sí misma una potestad ni un acto ilegal. Es simplemente un hecho efectivo o carente de efectividad.

Por otro lado, con respecto al derecho a la libre determinación de los pueblos, el derecho internacional prevé que este sea ejercido en el marco institucional de los Estados soberanos ya existentes y en armonía con el principio de integridad territorial. Solo cuando esto no sea factible podría darse, por vía de excepción, una posible secesión. Se espera entonces que la población de orígen ruso que habita en Crimea (así como la minoría Tártara) ejerza su derecho a la autodeterminación internamente, de forma compatible con la soberanía, la constitución y las leyes de Ucrania. Solo si esto no les fuera posible, podrían apelar a la secesión como último remedio. Pero, ¿en qué eventos es posible apelar a la secesión como último remedio? Son tres los casos actualmente reconocidos: 1.) cuando hay un dominio colonial; 2.) cuando existe subyugación, dominación o explotación fuera de un contexto colonial; y 3.) cuando se le impide a un pueblo el ejercicio significativo a su libre autodeterminación dentro del marco institucional de un estado, de tal forma que el pueblo se vea forzado a optar por la secesión como último recurso.

Sin perjuicio de un análisis más a fondo, pareciera que ninguna de estas tres situaciones le es aplicable a Crimea. De hecho, la península goza de un estatus especial dentro de Ucrania como provincia autónoma, lo que le confiere cierto grado de autonomía. En todo caso, el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, reunido ayer 15 de marzo, intentó declarar que el referéndum era contrario al derecho internacional. Rusia ejerció, como era predecible, su derecho de veto, mientras que China se abstuvo de votar. Al margen de las consideraciones políticas, sin pretender justificar la intervención rusa en Crimea, y con fundamento solamente en el derecho internacional, es inexacto decir que el referendo es ilegal por sí solo, ya que, como se dijo, el derecho internacional no autoriza ni prohíbe las declaraciones unilaterales de independencia como la que se deriva del referéndum que se realiza hoy en Crimea.

Por otro lado, es difícil trazar un paralelo entre la inminente secesión de Crimea y otros intentos de secesión ocurridos recientemente, porque cada caso debe ser apreciado en su propio contexto. Por ejemplo, en la secesión de Kosovo, la minoría albana que vivía en territorio serbio había sufrido actos de genocidio. Por todo esto, si Crimea decide separarse de Ucrania por referéndum para anexarse a Rusia, será un asunto más de derecho interno (qué dice la actual constitución Ucraniana al respecto) y de efectividad. Es decir, el éxito de la declaración de independencia dependerá de cómo la comunidad internacional aprecie la situación. Tal y como sucedió con el apoyo de los EE.UU y Europa al proyecto independentista de Kosovo, contar con el sostén ruso podría ciertamente ser un plus para los separatistas de Crimea, aunque quizá pudiera no ser suficiente. La política y el paso del tiempo, no el derecho, tendrán la respuesta.

 © Rafael Tamayo, 2014.

¿Existen bases legales para justificar la intervención rusa en Crimea?

A pesar de que existen sólidos argumentos para catalogar la actual intervención rusa en Crimea como un uso ilegítimo de la fuerza y un acto de agresión, resulta pertinente analizar si el derecho internacional provee bases que justifiquen tal intervención. A la fecha, el gobierno ruso se ha jugado dos cartas para tratar de justificar la presencia de sus comandos armados en Crimea sin el consentimiento del gobierno interino de Ucrania.

El primer argumento es que se trata de un acto de legítima defensa en favor de la etnia rusa que habita la península, presuntamente en situación de peligro tras los eventos que desencadenaron el cambio de gobierno. Aunque la legítima defensa es admitida en el ámbito de las Naciones Unidas de acuerdo con el artículo 51 de la Carta, así como por el derecho consuetudinario, es dudoso que esta pueda justificar la intervención rusa en Crimea. En efecto, la legítima defensa implica una agresión previa y, a la fecha, no hay evidencia de que los efectivos rusos en Crimea (en virtud del Acuerdo de 1997 o Black Sea Fleet Agreement) o la población rusa que habita la península, hayan sido objeto de agresión que justifique la reacción del gobierno ruso. Además, la legítima defensa funciona como último recurso y, al menos teóricamente, Rusia cuenta, entre otros mecanismos diplomáticos, con la alternativa de celebrar acuerdos con el gobierno interino para garantizar la seguridad de su flota en el mar negro así como de la población de origen ruso. De igual manera, la invasión rusa tampoco clasificaría como una intervención humanitaria, ya que dicha intervención procede en casos en los que la única motivación consiste en dar por terminada una situación de serio abuso a los derechos humanos, o para facilitar ayuda humanitaria, como el suministro de medicinas o alimentación, en situaciones de comprobada emergencia, lo que no ocurre en Crimea. Además, la legalidad de este tipo de internvenciones humanitarias, como la ocurrida en 1999 cuando la OTAN intervino en la guerra de Kosovo, no es del todo compatible con el derecho internacional (ver aquí)

El segundo argumento es la denominada intervención por invitación. En efecto, Rusia se niega a reconocer la legitimidad del gobierno interino ucraniano, afirmando que lo que lo sucedido el 22 de febrero de 2014 fue un golpe de Estado, ya que aunque la votación para destituir a Yanukovich fue de 328 votos a cero, la Constitución requería una mayoría calificada de tres cuartos de los miembros del parlamento. Así, como el parlamento ucraniano cuenta con 449 escaños, la mayoría requerida para remover a Yanukovich era de 337 votos. En consecuencia, para Rusia, Yanukovich aún representa al legítimo gobierno de Ucrania en situación de exilio. Así, dado que únicamente los gobiernos legítimos tienen la potestad de obligar a su Estado, proteger a sus nacionales, representar a su Estado ante foros internacionales y, sobre todo, brindar consentimiento para la intervención armada (prodemocrática o humanitaria) en el Estado (contra el gobierno de facto), Rusia alega que la intervención en Crimea es el resultado de la invitación del legítimo gobierno de Ucrania, en cabeza de Yanukovich, para hacer frente a una situación de ruptura constitucional.

Aunque existen antecedentes de intervención por invitación, como la de ECOWAS en Sierra Leona, la clave reside en determinar cuando un gobierno es legítimo, incluso en el exilio, y hasta qué punto este gobierno puede autorizar una intervención armada en contra del (ilegítimo) gobierno de facto. La legitimidad de un gobierno es más una cuestión de hecho que de derecho, ya que incluso en casos de ruptura constitucional, si el gobierno de facto logra mantener un control eficaz del territorio y su causa cuenta con el apoyo o la simpatía de un sector influyente de la comunidad internacional, aquel irá ganando reconocimiento y, con el tiempo, obtendrá la legitimidad en razón del principio de efectividad. Sin embargo, para Stefan Talmon, ciertos factores determinan el que un gobierno en el exilio sea considerado legítimo, entre los que se encuentran su carácter representativo, que sea independiente y que, a su turno, el gobierno de facto sea ilegítimo bien por la manera como advino al poder o porque con su actuar viola los derechos humanos de la población.  

La aplicación de estos factores al caso ucraniano no conduce a determinar con certeza que Yanukovich aún sea el presidente legítimo de Ucrania. En primer lugar, la dimensión de las protestas sociales que antecedieron a su destitución hace difícil pensar que Yanukovich cuenta con el apoyo predominante de los ucranianos (salvo, claro está, entre los sectores pro-rusos). Además, la forma como gobernó hace difícil aseverar su independencia frente al gobierno ruso. Por otro lado, el que la decisión del parlamento no haya contado con la mayoría requerida por la Constitución sería un argumento en favor del gobierno depuesto. Sin embargo, en este punto debemos considerar más el hecho político que el aspecto legal. En efecto, como estaban las cosas en Ucrania, el gobierno de Yanukovich tenía sus días contados por falta de gobernabilidad. Por lo demás, tampoco existe evidencia de violación de derechos humanos por parte del gobierno interino. Otra cuestión, sin embargo, es si el gobierno interino le permitirá a la minoría rusa ejercer su derecho a la libre autodeterminación. Pero, incluso en caso contrario, antes de la intervención armada por parte de un gobierno extranjero, el derecho internacional prefiere que la minoría étnica trate de ejercer el derecho a la autodeterminación internamente o, en su defecto (en casos extremos) que busque la secesión como último remedio. Sin embargo, este último asunto es aún más polémico y amerita ser tratado aparte.

© Rafael Tamayo, 2014.

La intervención rusa en Crimea: ¿un acto de agresión?

Además de razones históricas (ver aquí y aquí), el interés ruso por Crimea reviste un carácter estratégico: la península es un corredor que le permite a su flota moverse entre el Mar Negro y el Mediterráneo. Por ello, en 1997 el gobierno ruso suscribió con su contraparte ucraniana un acuerdo para regular la presencia de tropas rusas en Crimea (The Black Sea Fleet Agreement), en razón del cual Rusia obtuvo el derecho de mantener presencia militar en sus bases localizadas en Crimea y de movilizar sus tropas hacia y desde el territorio Ruso. Como contraprestación, el tratado dispone que las tropas rusas se obligan a respetar la soberanía, las leyes de Ucrania, y a no intervenir en sus asuntos internos.

La intervención rusa en Crimea constituye una violación del artículo 2(4) de la Carta de las Naciones Unidas, norma con carácter de ius cogens que proscribe la amenaza o el uso de la fuerza contra la integridad territorial o la independencia política de cualquier Estado. Pero, dados los anteriores antecedentes ¿se trata de un acto de agresión?

El artículo 2(4) de la Carta de las Naciones Unidas proscribe la amenaza o el uso de la fuerza en contra de la integridad territorial o de la independencia política de cualquier Estado. Dentro de los actos por los que un Estado puede afectar la paz y la seguridad internacionales, y que dan lugar a la acción del Consejo de Seguridad, se encuentra el acto de agresión. En la Resolución 3314 de 1974 la Asamblea General definió la agresión mediante una lista no exhaustiva de actos entre los que se encuentra “la invasión o ataque por las fuerzas armadas de un Estado del territorio de otro Estado”. No obstante, el preámbulo de esta Resolución también dice que la agresión constituye “la forma más grave y peligrosa de uso ilegítimo de la fuerza”, de lo cual se desprende que para que una invasión armada devenga en un acto de agresión, es necesario que revista de particular gravedad. Lo anterior se encuentra en armonía con el artículo 8 bis del Estatuto de Roma que, refiriéndose a la responsabilidad penal internacional de los individuos, define el acto de agresión como aquel que “por sus características, gravedad y escala constituya una violación manifiesta de la Carta de las Naciones Unidas”. La cuestión es que si aplicamos estos conceptos a la actual situación en Crimea, encontramos que, a la fecha, los comandos bajo el control efectivo del gobierno ruso no han disparado sus armas en contra del ejército ucraniano o de la población civil. En consecuencia, ¿dónde estaría el “factor gravedad” necesario para la configuración de la agresión?

Pues bien, basándonos en el análisis realizado aquí, aquí, y especialmente aquí, dicho factor podría encontrarse en la violación grave por parte del gobierno ruso de las obligaciones emanadas del Acuerdo de 1997 (así como del Memorándum de Budapest). El artículo 60(3)(b) de la Convención de Viena sobre Derecho de los Tratados establece que constituye violación grave de un tratado “la violación de una disposición esencial para la consecución del objeto o del fin del tratado”. En la medida en que una posible lectura del Acuerdo de 1997 es que el gobierno ucraniano consintió la presencia de tropas rusas en Crimea bajo la condición de que estas se allanaran a sus leyes y se abstuvieran de intervenir en sus asuntos internos, la presencia actual de comandos rusos, desplegando actos de fuerza para desestabilizar las instituciones políticas de la península, constituye una violación esencial del Acuerdo de 1997 que, por ende, aporta el grado de gravedad necesario para que también se configure un acto de agresión.

© Rafael Tamayo, 2014.